Las ratas
Acto I
En un
principio cuando las vi en la cornisa me dieron una sensación parecida al asco.
Comiendo trozos de carne y huesos de no se sabe que oscuro basural. Más que sus alimentos me impresiona su forma
casi, diría yo indecorosa de comer. Esa naturalidad sin escrúpulos. Con sus
pequeñas zarpas con la que ensartan el bocado y lo mantienen artísticamente
mientras van desvistiendo los huesos del material digerible. Pese a esta repugnancia preliminar, me permito
observarlos con esmero. Visten, se podría decir elegantemente, si no fuese por
los residuos púrpura y pegajosos con los que displicentemente han ido limpiando
con sus patas, dejando restos en el traje y la corbata, en los pelos de sus
caras, de sus cabezas y de paso también por sus grandes orejas. Sus ojillos, de
un ágil negro de marfil, reflejan con brillo nocturno de candidez aceitunada mis
hoscas cavilaciones.
La
familiaridad con mis tristes recuerdos de prisión no deja de producirme un
desasosiego y aprehensión por mis pensamientos. Sus largas colas, gusanos secos
de pelos ralos, no eran más terribles que los cables eléctricos de esos
tiempos. Sin embargo, allí llegaban, para hurgar en bolsillos sin que pudiera
hacer nada para evitarlo.
Acto II
Por una
mutación mágica, quizás metamorfosis recíproca, quedamos en un estado de forma
y género intermedio cuando se produce el diálogo. Bueno género intermedio quizás
sea concepto exagerado, ya que no logramos a hablar el mismo idioma. Me
explico. Entre ellos hablan fluidamente algo parecido al de algún lugar designado
con el sufijo ahztán, el que parece
ser el lugar de sus orígenes. Jamás, antes de la televisión podría haber soñado
un nombre así. ¡Cómo nos influye la manipulación informativa!. Desde mi punto
de vista, su nueva apariencia llega a resultarme simpática y a las chicas jóvenes
las considero bellas, sin que por eso pierdan jamás esos rasgos de su especie
original, es decir de ratas. Son también como yo inmigrantes y pretenden, algún
día, ser aceptados, y poder comprar sus alimentos en alguna tienda de la
esquina, y hablar con la florista, y que sus hijos tengan las profesiones que
sus padres soñaron pero que nunca lograron, para como se dice ser alguien en la vida. Lo veo claro, mas no
tengo la fuerza ni la dureza en eso interior (o exterior) que creemos poseer, y
que llamamos espíritu, para romper sus ilusiones. En su inocente descaro, ignoran
las reglas del procedimiento del método, fruto tanto de la evolución como de la
ambición de la especie humana. Aquí
compañeros nadie es nadie, ni nunca más lo será, por que eso pertenece a otro
universo, al de las ilusiones machacadas desde la infancia, o a un pasado verídico
que ya sólo existe en el territorio de los recuerdos y nostalgias, destrozados
por los bombardeos de la realidad. Algo que podríamos llamar historia urbana de la sustancia espiritual.
Acto III
La temporalidad
de nuestra condición de vida. No hay floristas ni zapateros remendones. El
racismo no lo conocen ni llegan a imaginar la discriminación en toda su
extensión. Todo a su tiempo, amigos. Nuestra infancia es como la del conejo que
fue criado con amor de mascota hasta el día que apareció, técnicamente bien
desmembrado y engalanado con especias, acompañado en el cortejo culinario por
un puré de patatas y alguna rodaja de cebolla en escabeche en un plato
preparado por mi madre.
No son
necesarios esfuerzos para comprender el desarraigo de mis nuevos amigos. Si lo
pienso bien, han estado conmigo en momentos difíciles a pesar de su naturaleza,
o quizás gracias a ella. Como los extranjeros que son esmerándose por hablar nuestro
idioma, me explican casi por señas, con palabras semi-articuladas que yo hace
muchos años aprendí, aunque nunca a la perfección, que quisieran también que les
muestre como se hace el pan. Con la horneada cálida y aromática de la masa
recién hecha ya comienzo un viaje inverso en el tiempo, hasta la casa de mi
infancia.
Zaragoza
2005.
Augusto
Paredes